Crítica de la película Nerve por Iñaki Ortiz

Retrato de la nueva adolescencia


4/5
19/08/2016

Crítica de Nerve
por Iñaki Ortiz



Carátula de la película

Henry Joost y Ariel Schulman, los directores de Nerve, ya jugaron a adentrarse en las nuevas tecnologías con su primer trabajo, el curioso ¿falso? documental Catfish. Giraba en torno a Facebook, aunque también había otros elementos como Youtube, y se centraba en la idea de la ¿falsa? identidad virtual. Su último trabajo es de corte mucho más comercial dirigido principalmente al público adolescente. Sin embargo, su retrato social es aún más ambicioso.

Nerve muestra los nuevos usos digitales, pero más allá de eso, es un retrato de los adolescentes actuales, con sus obsesiones y sus costumbres. Los directores nos dibujan una generación marcada por una acentuada necesidad de recibir reconocimiento. Los “watchers” bien podrían ser followers, suscriptores de Youtube, o los likes recibidos en Facebook. No deja de ser el concepto de “popularidad” que vemos en las películas clásicas de adolescentes, pero que ahora está marcado por una cifra, una puntuación, una posición en el ranking, que define de una manera cruelmente concreta, la competitividad que ha habido siempre. Sin rehuir los arquetipos clásicos: la animadora. También hay un anhelo de capitalizar la fama (recibir dinero por acciones que se derivan de una popularidad artificial). Como los ídolos que nacen de los realities. Como los youtubers famosos que acumulan fans gracias a exponer su vida en público. La mejor ficción para estos jóvenes es la realidad, o más bien una teatralización de la misma, con personajes reales. Hablé de ello a cuento de Hannah Montana

El reto de la escalera

La película comienza siendo una inocente comedia romántica adolescente, que viene a ser una versión aumentada del “beso, atrevimiento o verdad”. Solo que cuando es el mundo el que te desafía, y no solo tu grupo de amigos, el nivel aumenta. La competencia en los tiempos de globalización se dispara, también en cuanto a aceptación en el grupo, ahora megagrupo. Esto podemos verlo en montones de vídeos en Youtube en los que sus protagonistas superan retos, muchas veces realmente peligrosos. El romanticismo de toda la vida: la chica modosita que quiere lanzarse pero no lo hace (y termina haciendo algo tan paradigmáticamente rebelde como hacerse un tatuaje), el chico malote de la moto (que ahora tiene luz de neón). Podría ser 3 metros sobre el cielo. Pasado por el filtro de la realidad aumentada. Todo plasmado con descarada brillantez en la unión de las dos rectas verticales virtuales que recorren la ciudad: están juntos, compiten, forman parte de un juego con geolocalización -sí, como Pokémon Go.

De forma gradual va tornándose en un tecnothriller, con tintes distópicos. Pasamos de secuencias de compras a lo Pretty Woman, a situaciones de vértigo con una estética híbrida de found footage. El disparate no es un impedimento y llegaremos a un gran final que parece Eyes Wide Shut con drones. Los hackers tampoco faltan, que son los pringados listos de toda la vida -hasta el desarrollo del juego es actual, programado por la comunidad con código abierto. Es corta y directa al grano, sin relleno y con ritmo. Contenta a diferentes tipos de público, el que quiere enamorarse, el que quiere emociones fuertes, principalmente joven.

El chico de la moto

Después de definir varios elementos representativos de las nuevas generaciones, se permite un final con mensaje. Llama la atención sobre la impunidad del anonimato en Internet. Podemos pensar en lo que se dice en Twitter bajo una cuenta con nombre inventado. Nuevamente se fijan en la identidad ficticia, como en su primera película. También hay un guiño a la democracia participativa y la decisión impulsiva.



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