Crítica de la película Pozos de ambición por Romulo

Apabullante


5/5
20/02/2008

Crítica de Pozos de ambición
por Romulo



Carátula de la película Ir a ver Pozos de ambición, después de tantísimo tiempo esperando el momento, no es sencillo: Las esperanzas son altísimas, uno espera lo máximo, y eso hace que la decepción sea una posibilidad que, más bien, juguetea con la probabilidad. Por eso, lo primero que quiero destacar de Pozos de ambición es que, no sólo no me ha defraudado a pesar de mis altísimas expectativas; no, además me ha sorprendido constantemente.

Me ha sorprendido Paul Thomas Anderson con su talento y su poderosísima personalidad como narrador. A P.T. Anderson hay que reconocerle no solamente ese talento mayúsculo sino también que los tiene bien puestos. Se la juega con arriesgadísimas opciones que prácticamente todos descartarían. Él no, él se la juega, toma decisiones complicadísimas, tan arriesgadas como bellas. Y sale victorioso.

Todo en Pozos de ambición es un éxito rotundo: su banda sonora, un hallazgo. La puesta en escena. La fotografía, maestra. Los intérpretes secundarios. El tempo narrativo, la mano firme de Anderson, sé que vuelvo a eso y que me repito, pero es que no puedo dejar de citarlo, de pensar en ello, de intentar comprender ese tempo extraño que Anderson adopta y que tan bien le sienta a su película.

Narrativamente, la cinta se convierte finalmente en un fresco y símbolo brutal, despiadado, del capitalismo. De la A a la Z y con un esquema in crescendo que se evidencia y comprende en su tramo final. Además, ni que decir tiene que toda la narración se apoya en Daniel Day Lewis. El más grande intérprete de nuestro tiempo.

Tanto él como P.T. Anderson toman una decisión, un riesgo más: es ese tramo final de la película, ya en 1928. Aquí debo reconocer una cosa: Anderson decide llevar a sus personajes (guiado por la novela de Upton Sinclair) y a su película en un viaje hacia la locura, hacia ese punto extremo y definitivo en que ninguno de sus protagonistas puede ya volver atrás y, por lo tanto, tampoco la película. Aquí, la respuesta del espectador puede variar entre dos opciones: Sucumbir apabullado ante el talento innegable de Anderson y sobre todo al poderío brutal del cierre de la película, o salir despedido de esas últimas escenas, sentirse repelido por su carácter extremo, desencajado, sumergido en la locura.

O, por qué no, uno puede sentir en sus carnes esa locura y sentirse aún más dentro de la película. Eso sentí yo, intuyo. La última escena de la película, tan grotesca, posee tal fuerza que me costó unos segundos cerrar la boca, pestañear, respirar. Es un cierre arriesgadísimo, Anderson se la juega de repente en esas últimas dos, tres secuencias, especialmente en la última. Yo me arrodillo ante él, y ante el resultado.

Un resultado, recapitulando, que nos regala quizá, desde mi humilde opinión, la mejor película que he podido ver en los últimos años. Con algunas vacas sagradas dedicadas a disfrutar de su propio brillo e ingenio (el Scorsese de Infiltrados es un claro ejemplo) y con la evidencia de que el resto de futuros intocables del Cine demuestran un talento más inteligente, juguetón, también brillante, pero menos potente y arrollador (Wes Anderson, siempre ingenioso; Nolan, algo desorientado; etcétera), no se me ocurre nadie que pueda dotar hoy día a una película de ese halo de profundidad clásica y de insultante modernidad, a la par, que Paul Thomas Anderson recrea en Pozos de ambición. Difícil recordar semejante fuerza visual y narrativa en otra película más o menos reciente.




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Pozos de ambición en festivales: Festival de Berlín 2008 , Festival de San Sebastián 2008




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