Crítica de la película El desconocido del lago por Iñaki Ortiz

Suspense en un cuadro de Matisse


5/5
07/04/2014

Crítica de El desconocido del lago
por Iñaki Ortiz



Carátula de la película Como muchas veces ocurre con las grandes obras, El desconocido del lago es muchas cosas. Se sostiene argumentalmente con una historia de crimen con tintes Hitchcock, donde está presente el voyeurismo, el suspense, el inocente sospechoso que sabe quién es el culpable. Todos ellos temas recurrentes en en la filmografía del maestro. Y sobre todo, el concepto clásico de que el espectador tenga conocimiento completo sobre la trama. El director, Alain Guiraudie, consigue una atmósfera de moderado suspense que, aunque vertebra la película, no parece ser su interés principal.

Por otra parte, es una historia intimista, sobre personas desnudas -entiéndase por donde voy. Sobre la soledad, los celos. Sobre las líneas entre la amistad, el amor y el sexo. Personas perdidas, necesitadas de algún tipo de afecto. Lo más terrible de esta historia no está en los crímenes, sino en la tragedia de la soledad, la adicción, la deriva vital. Es fácil pensar en Rohmer, con esos planos liderados por el color de los cuerpos, en un entorno veraniego, charlando acerca de las relaciones humanas.

El desconocido del lago

Quizá el aspecto más original de la película sea el retrato social concreto que hace de cierto sector de la comunidad gay y de la práctica del cruising. Se adentra en un mundo absolutamente desidealizado (con sus transacciones sexuales puramente funcionales) pero que tampoco cae en el exceso de sordidez; las relaciones se tratan con ternura y cariño. Hasta tal punto que se permite una mamada por pena. Este acercamiento aparentemente realista a un grupo social concreto, de un tiempo y un lugar, aderezado con una calmada investigación policial (el inspector parece un excursionista dando un paseo por el bosque) y con elementos de sexo y culpa; recuerda también al cine de Chabrol. Tampoco desentonaría ese inspector en una película de Garci.

Pero aún hay más, y dejo para el final quizá lo que más me ha absorbido de la película: su estética. Ese sonido del viento meciendo la vegetación, tan propio del cine del sudeste asiático (por eso y por la temática no puedo evitar pensar en Tropical Malady) que sirve casi siempre para crear una sensación apacible, pero que se envalentona en los momentos de suspense para provocar justo lo contrario. El color, cuidado hasta en el tono exacto de los bronceados y la luz del atardecer sobre los cuerpos. Los desnudos recortados contra el verde intenso del bosque, los azules del lago que llenan los planos. El uso del color y la composición son absolutamente pictóricos, como un cuadro de Matisse. Los reencuadres que cambian completamente el punto de vista, como por ejemplo, en la impecable primera escena de crimen, con una calma terrible.

La música de Matisse
La música, de Matisse.

Una película completísima, que además está ejecutada con lo mínimo: un bosque, unos cuantos actores. No sale de su universo en ningún momento, todo lo que sucede fuera está contado. Una película que moviéndose en un ambiente absolutamente hortera (pollas y zapatillas deportivas) consigue ser bellísima, hipnótica, visualmente impecable. Una obra que creo que resistirá muy bien el paso del tiempo, por su plasticidad, su sencillez y su valor casi antropológico.



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