Crítica de la película The Master por Iñaki Ortiz

Otro retrato brillante del siglo XX


5/5
11/01/2013

Crítica de The Master
por Iñaki Ortiz



Carátula de la película Uno se queda clavado en su butaca al final de la película, abrumado por dos horas y media intensas, confuso por lo críptico de la propuesta y, sobre todo, con la sensación de haber visto otra obra de arte de Paul Thomas Anderson.

En muchos sentidos, esta podría ser una secuela de Pozos de ambición. Primero por sus similitudes, tanto estéticas como de estructura y personajes. Pero también lo es por su temática. Aquella nos situaba en los comienzos del siglo XX, en el triunfo del capitalismo voraz sobre la religión en Estados Unidos. En la misma línea, como si se tratase de una saga sobre la historia americana reciente -y en este sentido podemos incluir también a Boogie Nights como un retrato del cambio de mentalidad en la sociedad americana de los 70 a los 80-, se centra en los efectos de la posguerra y en la necesidad de una nueva religión que cubra las nuevas carencias. Esa religión moderna que ya no habla de pecado y de sacrificio, que se envuelve en pseudociencias para ofrecer tan solo una cosa: una vía de escape para miles de americanos desquiciados por la guerra y perdidos en un nuevo tiempo que no comprenden.

De un lado, esta religión -tan oportunista como las primeras prospecciones petroliferas- encarnado en el personaje que Philip Seymour Hoffman interpreta con el carisma contenido que pocos actores son capaces de conseguir. Del otro, el desquiciado y perdido: un asombroso Joaquin Phoenix en la mejor interpretación de su carrera, excesivo, descontrolado, desfigurado. El mayor creyente de la secta es la mayor prueba de su impostura: su fervor llega tan lejos que pronto se convierte en un problema. Anderson lo muestra en sus excesos de violencia o en su ímpetu participando en las terapias de las que quiere extraer algo real a toda cosa. Su fe ilumina la mentira, el montaje.

Todo esto, y mucho más, nos lo cuenta el autor con una maestría incomparable, megalómana y a la vez detallista. Con unas imágenes que entran a fuego en la retina, con esos personajes visibles, pero a contraluz, cargando enormemente la información del plano. Con esa brillante banda sonora de Jonny Greenwood, agotadora, que incluso llega a superponerse con la música diegética. Nuestra percepción es bombardeada con una sobreexposición de impulsos.

Pero lo que hace que la experiencia audiovisual alcance una verdadera transcendencia, es la capacidad del director para crear ambientes estrechamente ligados a la narración. Toda la parte inicial en la guerra, está barnizada de una atmósfera desconcertante, con un montaje disperso, lleno de elipsis, afianzando el ambiente insano, la semilla de la locura, la desconexión absoluta de las convenciones sociales. En la parte en la que el protagonista deambula perdido, se cambia constantemente de colores y de luz, remarcando lo errático de ese momento de su vida. El encuentro con la secta no puede ser más gráfico: el protagonista se embarca en ella, y lo hace en un grandioso plano secuencia que nos indica que el momento es trascendente. Pero también tiene un cierto halo hipnótico, que se sustenta en la borrachera -al día siguiente no recordará nada- y que en parte le convierte en un insecto atraído por las luces, un sonámbulo siguiendo su instinto.

The Master está cargada de este tipo de matices. Y sobre ellos, esos dos monstruos de la interpretación ofreciendo un trabajo emocional brutal. Una película que golpea y agota al espectador, sin ofrecer facilidades, fascinando, impactando. Un retrato brillante de una época y de un alma atormentada, de una vida rota.

Otra obra magna de Paul Thomas Anderson.



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