Mis pensamientos sobre Eva

Eva es una virguería maravillosa, un juguete limpio y puro con el que todos habríamos querido soñar, con las pinceladas justas de dulzura para hacer la película un cuento de hadas y los brochazos suficientes como para clavarnos espinas tristes donde más se recuerdan.

La conjura de la película es sorprender, atrapar, promover un futuro grácil y experto pero muy cercano, absolutamente asumible y creíble a lomos del gato liberado y Lluis Homar.  Conseguido este primer término sólo hace falta darle humanidad a un guión lleno de ser humano de cabo a rabo curiosamente en un film robotizado.

El sueva danzar de Eva, en contraposición a un Daniel Brühl siempre penetrante y pensativo, como con doble rosca, nos hace soñar con la aventura perfecta hasta que llega el consumo de las pilas, el final de la energía energizante de las esperanzas en nuestros días. Aplicado a base de susurros que ni si oyen, es un goce mordaz y cainita, pero a la vez, aterciopelado y humilde para transformar la historia en algo brutalmente más capaz que en su primera parte de estratagema.

La química de la niña, como cubriendo todo el film como la nieve, es fundamental en la verosimilitud del sueño. El resto, la ciencia ficción, una capa de nostalgia sobre su imposibilidad macabra que ahora también se hace en territorio nacional, un regalo que no necesita de muchos aspavientos digitales para sobrevivir a nuestros deseos de espectador cautivado.

Eva es una fotografía bonita que no querremos que se desprenda de nuestros recuerdos nunca. Eva es simple y llanamente una preciosa historia de princesas y de vida al servicio de los sueños con forma cibernética, con forma de robot que llora.